El texto que a continuación se expone es un fragmento de otro más exteso pronunciado por el autor ante el Ateneo de Madrid que, a petición de algún lector y ante el inminente pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre la constitucionalidad del nuevo estatuto catalán, nos parece de candente actualidad.
Presidente de CIERE (Centro de Investigación y Estudios Republicanos).
La Constitución de 1978, impelida por las circunstancias, tuvo que abordar el mismo problema (el de las autonomías) y, en mi opinión, lo hizo de forma más laxa y apresurada (que las anteriores), primando en exceso las tesis nacionalistas y promoviendo desde el poder la constitución de numerosas regiones autónomas, el famoso “café para todos”, que configuran el actual Estado de las Autonomías, integrado por 17 Comunidades Autónomas.
Se trata de un modelo ambiguo y equívoco, que mantiene en jaque a los constitucionalistas y, lo que es peor, nunca parece llenar las expectativas de los nacionalistas y de quienes les siguen en un constante ejercicio de emulación. El resultado es que el Estado en España presenta una imagen de debilidad muy poco conveniente para nuestros intereses nacionales.
Se ha reiterado hasta la saciedad que el papel del Estado en las sociedades modernas ha sido y es contribuir a su desarrollo equilibrado para evitar injusticias y penurias, que impiden el avance y desarrollo de la sociedad. Y España no podía ser una excepción: como hemos visto, todos aquellos movimientos sociales y políticos que en nuestro país han querido transformar la sociedad, concedían al Estado, sobre todo a su reforzamiento y crédito, la mayor importancia. Liberales, conservadores, republicanos y socialistas han acreditado en los dos últimos siglos de historia española su respeto por el Estado como garante del bien público y de la consecución del interés general, sin perjuicio de las diferencias ideológicas y las políticas concretas que cada grupo pudiera ejecutar.
Esa tradición, que nos homologaba con las corrientes doctrinales imperantes en Europa, empezó a quebrarse a principio de los años 80 del siglo pasado, una vez aprobada la Constitución. El derecho a la autonomía de las regiones contemplado en la misma se fue convirtiendo en la práctica en una operación de desmontaje del Estado en beneficio de otras realidades, las Comunidades Autónomas, que, en su afán por afirmarse, se han negado a aceptar el interés nacional y, en consecuencia, han procurado el descrédito y empobrecimiento del que representa tal interés, el Estado. Han sido casi 30 años de transferencias jurídicas, materiales y humanas desde el Estado a las comunidades hasta el punto de que poco o casi nada queda por transferir. El Estado es poco más que un residuo, todavía incómodo para algunos. Así lo afirmó el presidente de la Generalidad de Cataluña, Pascual Maragall, cuando se aprobó el actual Estatuto catalán.
Cada día conocemos hechos y circunstancias que ponen de manifiesto la intensidad de un fenómeno, el de la desigualdad, que debería estar en fase de superación, sobre todo en aquellos países dotados de un orden democrático que trae causa de los viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad. El caso de la España actual es paradigmático de cómo, a partir de una constitución formalmente democrática, se ha ido construyendo una red de valores y realidades jurídicas, cuya maduración se ha producido en términos de sublimación de las desigualdades, siendo las más visibles las que se derivan de las diferentes políticas emanadas del poder público, que parecen tener como objetivo la construcción de una sociedad desigual. Es algo insólito que vuelve a poner a nuestro país en una dirección doctrinal y política contraria a la imperante en las naciones democráticas.
Todo este proceso ha sido posible porque el crecimiento económico de España y el caudal de recursos recibidos desde nuestra integración en la Unión Europea en 1985 han permitido una administración “generosa” de los dineros públicos, por utilizar una terminología benevolente. La sociedad, por su parte, ha procurado acomodarse a ese nuevo orden que, en no pocas regiones, ha generado importantes redes clientelares de individuos y empresas al abrigo de este nuevo feudalismo. Ha sido una época de divertimento y lujo que ahora empieza a pasar factura.
Los ejemplos serían interminables; desde la disparidad en la remuneración de los funcionarios públicos hasta la imposibilidad de elegir la lengua oficial para la educación de los hijos, pasando por la ruptura de la unidad de mercado, con fiscalidades diversas y diferentes exigencias administrativas etc.,..etc. En el vértice, el gobierno de la nación, que carece de facultades para ejecutar las políticas públicas sanitarias, educativas, asistenciales y fiscales, convertido así en predicador de lujo de la impotencia.
La legislatura recién concluida ha sido una huida hacia delante en el objetivo de debilitamiento del Estado: la oleada de reformas estatutarias, iniciada con el Estatuto de Cataluña, ha puesto las bases jurídicas para hacer prácticamente imposible cualquier intento de unidad e igualdad en el seno del orden constitucional, que ampara tales reformas. La prueba de ello la tendremos cuando el Tribunal Constitucional sentencie los recursos contra el Estatuto de Cataluña.
No sé si la ratificación de las últimas reformas estatutarias será el punto de no retorno en la tarea de esterilización del poder público. Si oímos a sus defensores parece que sí: esto es irreversible y no existe alternativa democrática a ello. Así pretende zanjarse cualquier controversia doctrinal sobre el Estado en España y, lo que es peor, cegar la posibilidad a la formulación de propuestas que persigan la superación del neofeudalismo imperante.
No sé si la ratificación de las últimas reformas estatutarias será el punto de no retorno en la tarea de esterilización del poder público. Si oímos a sus defensores parece que sí: esto es irreversible y no existe alternativa democrática a ello. Así pretende zanjarse cualquier controversia doctrinal sobre el Estado en España y, lo que es peor, cegar la posibilidad a la formulación de propuestas que persigan la superación del neofeudalismo imperante.
Desde una perspectiva liberal y republicana no podemos aceptar irreversibilidad alguna, excepto aquella que se refiere a la defensa de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que conforman el orden democrático. Todo lo demás puede y debe ser criticado, sin renuncia a proponer el cambio de aquello que, en nuestra opinión, perturbe o lesione la cohesión de la sociedad. Y ese es el caso que nos ocupa.
Disponemos de conocimiento y experiencia histórica para constatar que los intentos de modernización del Estado en España han fracasado sucesivamente, porque, entre otras cosas, se han primado los sentimientos de lo centrífugo, olvidando que en nuestro país, donde todavía persisten importantes desequilibrios sociales, sigue siendo necesaria la capacidad homogeneizadora de un poder público central fuerte. La tendencia de los poderes regionales a eludir el interés nacional es una constante histórica. Que no debería ser así, porque también son parte del Estado, pero es, y a los hechos me remito.
Por tanto, creo que es momento de encarar un problema que tiene difícil solución dentro de éste orden constitucional: entre las reformas del mismo habría que abordar la sustitución del derecho a la autonomía de las regiones por formulaciones más cercanas a la descentralización administrativa que al concepto de autonomía que, se quiera o no, siempre deriva en acentuar la debilidad del poder público, cuando no en la deslealtad hacia el propio Estado. Eso sin contar su coste cada vez más insoportable y las incontables ineficiencias que lo acompañan.
Sé que éste es un pronunciamiento contra la corriente doctrinal imperante, pero, si deseamos superar la decadencia civil y el déficit democrático que aquejan a España, no queda más remedio que suscitar el debate sobre uno de los aspectos que más influyen en esa situación: el Estado de las Autonomías se ha convertido en una fuente inagotable de desigualdades a la par que en una estructura costosa e ineficiente, sostenida en beneficio de las políticas partidarias, dueñas y señoras del poder público. El propio lenguaje oficial no se recata en reconocerlo así, cuando se habla de las “baronías territoriales” o se apela a quiméricas conferencias de presidentes de comunidades autónomas, para dar a entender que ya no existe poder alguno con capacidad para integrar o acometer las políticas que interesan a los ciudadanos y contribuyentes.
El tejido de intereses políticos y mediáticos para defender esta situación hace muy difícil la transmisión del discurso de su reforma. Pero nuestra obligación como ciudadanos comprometidos con la democracia es poner de manifiesto todo aquello que la perturba, acompañando la reflexión de propuestas encaminadas a fortalecer los principios que dan valor y autenticidad a cualquier orden democrático.
Más apropiado sería titularlo "Ante el Estado de los privilegios de unos pocos: El Estado de la igualdad de todos"
ResponderEliminarPerfecto. Las autonomías son un desastre. Por mí, VIVA ESPAÑA, UNA, GRANDE Y LIBRE.
ResponderEliminar¿Los Estatutos no son simples Leyes Orgánicas? ¿No es una cualidad de la izquierda su tendencia al centralismo? Poco hay que decir mas... y si no que se lo pregunten a los partidos cantonalistas del Levante y su minimo del 5% sobre el 3% de votos necesarios para tener derecho a diputado.
ResponderEliminarLa izquierda jacobina, de la que hablaba Antonio Machado y tan denostada por el nacionalismo vasco y catalán(de rancia y católica derecha), proclamaba: Los mismos derechos, en todos sitos y al mismo tiempo. No parece que sea un mal lema.
ResponderEliminarLa misma izquierda jacobina vencida y traicionada por el PSOE de Felipe González de las autonomías de las “singularidades” y del PSOE de Zapatero de las autonomías de las “asimetrías”. Como nos escatillemos nos imponen el derecho de benificiarse a la señora del prójimo por aquello del “derecho histórico de pernada” y aquí todos cornudos y contentos.
ResponderEliminarel Estado en España presenta una imagen de debilidad muy poco conveniente para nuestros intereses nacionales. Que diga esto, habiendo sido un señorito andaluz, cuyo capital lo generó su padre con aceite y sangre carmonense, es que no tiene idea de la noción de Estado.
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