Por Antonio Montero Alcaide.
ANTEAYER, miércoles 20 de noviembre, se celebró el Día Universal del Niño, coincidiendo con la fecha en que la Asamblea de las Naciones Unidas aprobó tanto la Declaración de los Derechos del Niño, en 1959, como la Convención sobre los Derechos del Niño, en 1989. Cabe pensar, no con torcidas inclinaciones, sino por la evidencia de lo apreciable, que los proclamados "Días de…" son recordatorios del calendario que mueven la conciencia no muchos días más allá del propio de la efeméride. Es más, el pasajero efecto conmemorativo puede incluso asociarse a la retórica de los principios que se recalcan en tales fechas. Así, en la Declaración de 1959, el principio 7 sostiene que el niño tiene derecho a recibir educación obligatoria y gratuita al menos en las etapas elementales: "Se le dará una educación que favorezca su cultura general y le permita, en condiciones de igualdad de oportunidades, desarrollar sus aptitudes y su juicio individual, su sentido de responsabilidad moral y social, y llegar a ser un miembro útil de la sociedad". Pero la fuerza de este derecho, su grandilocuencia conmemorativa, se trunca en los arrabales del mundo donde las guerras, el hambre y toda la cohorte de sus males parejos se ceban con los más débiles e indefensos. Y entonces la escolarización, como efecto de asegurar la educación obligatoria, en las escuelas, a quienes tienen el derecho a recibirla, no sólo se trunca e interrumpe drásticamente, sino que otra escuela, menos formal pero duramente aleccionadora, hace de los desmanes, de los atropellos y de la aniquilación una enciclopedia que oscurece y endiabla el derrotero de la infancia. Porque el estado natural de los niños -con excepciones noveleras y posmodernas, como la escuela en casa, que no vienen a cuento precisamente por singulares y extraordinarias- es el de compartir buena parte de las horas del día con sus iguales en las interacciones educativas que procura la escuela con el quehacer de los maestros. De modo que si nos extraña ver algún niño en nuestras calles a la hora del colegio, qué repulsa no cabe cuando, por señalar un inhóspito rincón del mundo, centenares de miles, en Siria, no están pendientes de la pizarra, de las manoseadas hojas del cuaderno, de la grata sorpresa de aprender algo nuevo, de la hora del recreo, sino del trayecto de las balas, de los gritos de dolor o de las sirenas de la muerte cuando el patio de los juegos es la antesala del infierno.
También hay otra forma de cecernar el derecho a la educación y a la cultura de los educandos, que parece que es un tema del que usted olvida, que es la de un sistema educativo como el nuestro, que invierte miles de millones de euros y de años de escolarización de los estudiantes para al final convertirlos en una especie de egendros adoradores el futbol y de Belén Esteban, por no hablar de otras manifestaciones popu-tradicionales.
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