jueves, 25 de febrero de 2010

Avisa que nos vamos

Por Antonio Montero.
Publicado en el Boletín del Consejo de Hermandades y Cofradías de Carmona 2010.
A José M.ª Jiménez González, Matute, en su XXV Aniversario como Capataz de Nuestro Padre, y a todos los contraguías y costaleros que han tenido la oportunidad, y la fortuna, de acompañarlo.
Esa es la bien dada orden de José María Jiménez González, Matute en el civil gobierno del paso de Nuestro Padre, El Silencio, cada vez que hay reanudar el camino empujando al cielo las trabajaderas sobre las que se muestra la centenaria y sublime compostura del Nazareno de Carmona. Si la vida, entre muchas otras quinielas del destino, es un ejercicio de anhelos y propósitos que pretenden poner rumbo a los días, la experiencia de meterse abajo, bien ceñida la faja y dispuesto el costal, cintura a cintura con los compañeros de cada palo, corazón a corazón con toda la cuadrilla, oído a oído ante las escuetas y más que suficientes consignas de Matute; costero a costero, al cabo, en el universo todo de las chicotás que, como las cuentas de un rosario, se recorren por el íntimo y singular albedrío de la voluntad, al que cada cual pone razones que el corazón sí entiende; si la vida, en fin, se enhebra entre intenciones anheladas, gozos cumplidos y quebrantos inhóspitos, esto de meterse abajo, entre el elenco de los costaleros de Nuestro Padre, es una rúbrica de la vida con que se firma una intensa epopeya del ánimo y del sentimiento.
Primero fueron los ensayos, ese preámbulo de levantás y chicotás, dormidos los fronterizos crepúsculos de entretiempo, cuando el paño de la noche cubre la infinita desmesura de la Vega y, desde las domésticas lindes del Cenicero, Carmona es una excelsa estampa del tiempo y el sueño de los milenios se desvela en la portentosa alcoba del Alcázar de la Puerta de Sevilla. Por ahí mismo, como un tránsito de siglos domeñado en el intervalo de una chicotá, discurre el ensayo hacia la querencia y el reclamo de San Felipe. Avanzada la noche, quieta la madrugada en la luz de farolas, la cuadrilla repone fuerzas, se encuentran gentes de aquí y de allá, costaleros que fueron y que son, que no son, pero serán, que han sido y van a seguir siéndolo mientras las fuerzas no mermen, y diligentes miembros de la Hermandad que preparan una olla suculenta y reparadora, para que convivir, ese milagro doméstico, sea un ejercicio bien resuelto, afincado después en la despensa de los mejores recuerdos, cual viene a ser el signo más grato de la memoria, hecha la cuenta de los años.
Ahora sí, Nuestro Padre ya está arriba y Matute, en la primera levantá del retranqueo, empieza el Padrenuestro para que la cuadrilla también componga el alma antes de poner a prueba la definitiva hechura del paso. Ese mismo Padrenuestro que, durante muchos años, uno rezó de la mano del padre que ya no está para ampararnos con su mano grande y bondadosa; el padre al que uno debe, entre otras muchas cosas, la devoción al Nazareno cuajada en la familia; el padre que cada Viernes Santo, ya rendido por el peso de los años y de la enfermedad, se levantaba en su balcón de San Bartolomé para, cumplido el Padrenuestro, acabar con un “¡Qué bien va Nuestro Padre!” Y que con Él goces, padre mío, en las serenas estancias de la Gloria.
Seguro que los celestiales goznes de ese sitio no son tan contundentes como el cerrojo de la puerta de San Bartolomé que se abre a la lonja, pero cierto también, padre, que tú estarás pendiente de esa inequívoca señal de partida cada tarde de Viernes Santo, cuando el muñidor, entonces como ahora, anuncie la salida de la cofradía, y los costaleros, al reclamo del capataz, recuerden a los que ya no están abajo, o sí lo están porque una cuadrilla es todas las cuadrillas y porque en cada gozo estrenado del salir están todos los gozos cumplidos de los que salieron y toda la expectativa, ay, de los que saldrán por vez primera cuando en los portillos de la voluntad la ocasión se haga propicia y tome forma de faja y costal.
Entonces se abre el cuaderno de las emociones, que no son sino maneras intensas de vivir, y conviene apuntar las lecciones aprendidas con la machacona cadencia del llamador. Bien sonoro, casi descomunal en su eco rotundo de noche negra, es el del paso de Nuestro Padre, elocuente en sus tres llamadas sucesivas: apretarse a la trabajadera, disponer bien las fuerzas y empujar al cielo con arrojo y decisión. “Avisa que nos vamos” por delante, Matute sabio en su oficio y cuidadoso en sus maneras. Siempre de frente, esa es la primera lección. Que vale incluso cuando las contingencias o las sorpresas de lo inesperado obligan, con templanza, primero, y decisión, después, a echar los costeros a tierra –“¿Va más alto Nuestro Padre?”– para salir de los contratiempos. Ya verás, Matute, cómo esta anécdota es recordada, con intenciones distintas, tú lo sabes bien, en el sabroso discurso cofradiero de las tertulias; que hablar, no se olvide, es un inventario de recuerdos no necesariamente fidedignos porque la palabra, ese recurso mayor que nos distingue, crea y recrea a la misma vez que las intenciones del pensamiento.
Siempre de frente, que es tirar por derecho para que no sufran los costeros –¿verdad, Yupi?, ¿cierto, Dani?–, cuando el paso no es firme y el rumbo se escora. Siempre de frente, salvo cuando no quepan más pasos y haya que bandear –izquierda o derecha, alante o atrás– encrucijadas como esas revueltas de la calle del Palomar, vencida la pendiente de la calle Hermanas de la Cruz, donde el dédalo fabuloso del callejero de Carmona es una metáfora a propósito del cruce de los caminos, casi del laberinto, que el sendero de los días tiene que atravesar en la fabulosa aventura, o si se quiere en el litigio, de vivir. Por eso, otra lección que se aprende abajo es la de buscar y dejarse encontrar por quienes acompañan en las chicotás del recorrido. Siempre habrá quien se preste a ayudar en la faena de fajarse bien, siempre quien prepare con sabiduría antigua el costal, tras un protocolo de pliegues –¡cuánta generosa maestría, Camacho!– que hacen de la morcilla la salvaguarda del cuello y el sostén de la carga, bien colocado y firme el costal para apretarse a la trabajadera; que así debe ser la disposición del ánimo, los resortes de la voluntad, cuando han de afrontarse los retos y las cuestas del tiempo que nos toque vivir. San Felipe, calle arriba, General Chinchilla para subir todavía más la pendiente, y el convento de las Hermanas de la Cruz, Gólgota de estas lindes blancas del caserío en las que encomendar el espíritu cuenta con el auxilio de las Hermanitas. Hasta allí llega la cuadrilla a toques de llamador que estremecen en la noche –cómo suenan, Dios santo, entre las trabajaderas; no te empeñes tanto Matute–, cual eco en las noches del tiempo que trae el suplicio de la Cruz.
Y en la cuesta hay que batirse, meter fuerza en cada levantá porque no cabe vuelta atrás en los designios que dan razón a la Historia y a las historias. Y en la cuesta, como en los tramos más llevaderos, se necesita el buen mando –ahí Matute, señero capataz, y sus precisos y atentos contraguías, Roales y Montero– porque, por eso mismo, en las chicotás de la vida, gusta ser bien mandados. Tal es, también, otra lección que se aprende con la gente de abajo. Ya vengan estreches y angosturas, como las de la calle del Sol, ya se abra el camino como en la antigua Vendederas, en la Plazarriba o Prim, la cuadrilla está dispuesta con un ritual de sudores que sabe de cinturas apretadas, de empujes animosos, de arrimarse costeros y fijadores para que las fuerzas no mengüen cuando la corriente se abre por la caligrafía irregular del firme de las calles.
Ya está Nuestro Padre en el Palenque, cumplido de reverencias y devociones, cargado de plegarias porque una Cruz es muchas cruces, sereno en su hermosa faz centenaria, esa que tantos han contemplado, de generación en generación; ante la que se han postrado con las disposiciones de la fe o se acercaron desde el íntimo respeto a las cosas mayores. Esa preciosa Imagen que otro año, en un dictado cabal por cuyas razones no conviene preguntar –sólo el Nazareno las sabe–, la cuadrilla cargó en una faena que se hace liviana por la emoción y el sentimiento. Que nadie confunda estos argumentos, ni los despache con displicencia equivocada, porque, por diversas que sean las razones, un costalero es todos los costaleros y esta complicidad, íntima y sencilla, acompaña y acerca a quienes empujaron, cintura con cintura, en las trabajaderas.
Por esto mismo, ahora que la iglesia de San Bartolomé está a oscuras, con la cofradía recogida, se reza un responso por los hermanos que ya no están y, delante de Nuestro Padre, uno añora y agradece al padre que le obsequió la devoción; recuerda una fotografía, agarrado a su mano para rezar el Padrenuestro en cada estación de penitencia compartida; y, con una satisfacción profunda, piensa en las veces que anheló meterse abajo en la nómina de los costaleros de Nuestro Padre. Así que, en la quieta penumbra de San Bartolomé, donde saberse mortal es otra lección obligada, después de abrazarnos uno a uno los miembros de la cuadrilla, y al capataz y los contraguías, mirando a Nuestro Padre, como generaciones y generaciones han hecho y seguirán haciendo a lo largo de los siglos, sólo cabe pedirle que por duras que resulten las levantás de los días difíciles, por fatigosas que sean las chicotás de los quebrantos, siempre se cuente con parecido arropo al de una espléndida cuadrilla de costaleros, con similares ánimos a los de un capataz bueno; y que, llegada la penúltima chicotá de la vida, esa misma satisfacción del deber y del tiempo cumplidos, ese mismo auxilio de la mansedumbre de las Hermanas de la Cruz, predispongan la última levantá a los cielos de Nuestro Padre y del padre mío.
Carmona, 12 de abril de 2009. Domingo de Resurrección.

2 comentarios:

  1. muy bonitas palabras para este guia paso menos mal que nadie es profeta en su tierra ¿si fuera buen capataz

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  2. Antonio y matute, excelentes personas....

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