lunes, 23 de febrero de 2009

El regreso

Por Perro Viejo.
El tiempo pone a cada uno en su lugar. Las jóvenes promesas del cambio han resultado ser una rehala de parásitos sin escrúpulos, ávidos de los privilegios que antes detentaban otros y que para conseguirlos no dudan en utilizar el fraude y el abuso de la ingenuidad de quienes en ellos depositaron sus pobres ambiciones. La rancia tradición, se limita a esperar que el enfermo termine sucumbiendo por inanición para ver por fin qué provecho saca del botín de sus famélicos despojos. La antes transformadora vanguardia, no termina de recuperarse del golpe asestado por un pueblo que en otro tiempo se desgañitaba gritando ¡Vivan las caenas! y que todavía mendiga paternidades bastardas, en vez de erigirse orgulloso ante tanta miserable arrogancia.
De rodillas ante la limosna. Orgulloso ante la humillación del prójimo. Con ecuestre y cordobés atuendo a la vez que envuelto en siglas de sevillana ese. Vanagloria actualizada de la más respetada tradición cortijera: ¡Yo, lo que diga Don Manué!. Éste, y no otro, es el antropológico espectáculo al que con perplejidad asiste el que, como hijo pródigo, vuelve vencido por el destino a la tierra que le vio nacer.
Ante lo dicho, surgirán democráticos Torquemadas que, parapetados en cargos y emolumentos, imputarán a otros sus propios crímenes, como si Caín acusara a Abel de su muerte. También ambiguos, hipócritas y rosados Tartufos que, con cánticos de tolerante libertad, abochornarán por pusilánimes la memoria de los miembros más avezados del Santo Oficio, cuando se dediquen a la persecución implacable de los apóstatas de su credo sectario.
Triste el regreso de quien, después de una larga ausencia, se encuentra ante una realidad más mezquina, si cabe, que la que dejó allá en los años en que se vio forzado a emigrar. Vientres, que no cerebros, es lo que se encuentra. Personajes cuyo único mérito es el servilismo y que en otras latitudes no llegarían a alcanzar la muy digna categoría de limpiabotas, copan las más altas responsabilidades, condenando al envilecimiento cuanto tocan. Mientras el sabio pueblo soberano no hace sino emular a su pequeña escala lo que hacen sus muy dignos dirigentes.
A los cuarenta años que perdimos, ahora hay que sumarles otros treinta. Años de luchas, persecuciones, encarcelamientos, torturas, fusilamientos... se han tirado por la borda para que una pandilla de mangantes iletrados lleven las riendas de una sociedad que dormita y que es incapaz de reaccionar ante tamaña tropelía.
Miro a mi alrededor y, donde antes veía el esfuerzo de unas gentes por llegar a conseguir una sociedad mejor, ahora sólo veo a unos hijos que, ni por asomo, están a la altura de sus padres.

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